Páginas

Vistas de página en total

miércoles, 14 de junio de 2017


DOS TIPOS MEDIOCRES


-Tengo una hora, lléveme lo más lejos posible.

Así conocí a Elisa, en la puerta del Hotel Madagascar, una tórrida mañana de un mes de mayo que amenazaba tormenta. Yo ni siquiera tenía que haber estado allí,  pero cuando uno viene de enterrar a su mejor amigo, con la chaqueta aún húmeda por el llanto de su viuda y el corazón encogido al descubrir sus rasgos en el rostro de los hijos,  lo que menos te importa es elegir un camino u otro. Me dejé llevar entonces por la inercia y acabé anclando en el último lugar en el que, mi amigo y yo, compartimos café y confidencias.


Pese a lo inoportuno de su demanda, no le expliqué que no estaba de servicio, no le dije que lo que menos me interesaba en ese momento era complacer los caprichos de una pija, de esas que elevan a la categoría de problema cualquier deseo insatisfecho, ni le hice saber lo poco que me afectaba esa lágrima que asomaba bajo sus ojos esquivos; sino que al verla, simulé una indiferencia que en realidad no sentía y abriendo la puerta de atrás, dejé que deslizara su falda vaporosa sobre el asiento y acomodara en él un cuerpo cincelado a conciencia, de esos que sabes le están vetados a los tipos mediocres como yo, a los tipos que nacen y mueren sin laureles, como mi amigo.


-¿A dónde quiere ir, alguna preferencia? -me oí decir como si fuera otro el que hablara.


-Ninguna. He de volver en una hora, lléveme a cualquier parte. Me es indiferente.


Su voz le hubiera sonado hueca a cualquiera, pero en mi trabajo reconstruyes las personas a partir de la voz que viaja contigo.  La suya evidenciaba una cadencia quejosa, pues una vez liberada de la opresión de su boca, sonaba como un grito que se mezclaba con el mío, de tal forma, que no supe dónde empezaba uno y acababa el otro.  Esa frágil cadena de palabras opacas y quizás también sus ademanes, aquellos que apenas eran perceptibles; una mano ajustando el cierre de un pendiente, unos labios cuya comisura dibujaba una súplica o certificaba una pena, eran en sí mismos mi reflejo, el espejo que enmarcaba el vacío irrecuperable que heredas de una ausencia y algunos recuerdos que el tiempo se encarga de hacerlos resbalar de tu memoria. Con ella se infiltraron en mi taxi las amarguras del mundo, quedando desnuda y vulnerable, igual que una amapola en mitad de un torbellino.


Decidí tomar la avenida de los álamos y hundirme en esa lengua tan gris como mi ánimo, pasando de la luz a la penumbra al aura de los árboles. Con el ungir de sus ramas sobre el capó del taxi se iba diluyendo la tristeza y aparecía de nuevo la vida, majestuosa, en esos ojos verdes anhelados como brisa de verano que emergían de mi espejo retrovisor.  Me concentré en ella y me olvidé de todo, fuera humano o divino, de mi pérdida, y aprecié el milagro de seguir ahí aunque sea mellado; en este mundo agotador que a veces crucifica, lastima, castiga, mata. Viéndola a ella, sentada tan cerca de mi cansada espalda, mirando hacia uno u otro lado como si buscara, me pregunto qué ve cuando sus ojos van a mi cogote, con ese pelo mal cortado que se eriza , que se impone al desdentado peine que oculto en la guantera.  Me pregunto que hace aquí, en este taxi que hoy no tiene rumbo, en lugar de estar siendo adorada por alguien que nunca seré yo.  Respiro hondo y su voz, de nuevo, me atraviesa.


 -¿Es eso el cementerio?- por un momento sus ojos resplandecen derramando una luz que se esparce con la ingravidez del rocío.


-Sí, lo es


-Pare, quiero entrar.


Entonces tomo la curva que dejé una hora antes y me adentro en ese bosque de cruces y flores deshojadas, y paro, y ella baja del coche y se lo lleva todo.  Se lleva sus ojos, sus manos y sus piernas, lejos de las mías. La sigo. Entra en recepción con su falda de alas. Pregunta. Algo le responden. Sale o el aire se la apropia, no sé, pero la sigo.

.
Pasillos de nichos la rodean, se detiene.  Roba una flor de una lápida y la deja en otra. El cielo se rompe, llueve. "¡Maldita sea!", exclamo mientras voy al maletero y alcanzo un paraguas tan negro como mis pensamientos. El barro se acomoda en mis zapatos, me cuesta levantar los pies del suelo, abro el paraguas que queda desplegado como un cuervo que sobrevuela mi cabeza. El viento. El viento desgajando las alas del pájaro, el viento que lo arranca de mis manos y lo veo alejarse, dando tumbos en el aire, zarandeado y humillado hasta que ya no es sino un punto de luto en el espacio. El viento, otra vez, describe un trazo tosco que arrastra, que empuja, que se ensaña frenándote los pasos y te obliga a andar como un robot pesado.  Ella, sin embargo, se asemeja a un soldado. Quieta, inalterable, desafía ese aliento de bestia que se precipita en nosotros. Empiezo a pensar que no es real, que es un personaje de Poe o una mofa de mi mente fantasiosa. 


El viento ulula y se despide, dejándonos ahí bajo una lluvia afilada; yo, dudando, voy hacia ella con miedo a que se desvanezca bajo el agua como una acuarela.


-Él lo era todo para mí -me dice.


Acaricia la piedra donde figura un nombre y yo, en un puro temblor, flaqueo. Cesa la lluvia y el olor mojado de la tierra me devuelve el rostro enamorado del hombre que enterré por la mañana. Oigo mis palabras, ahora extranjeras:  "¿Y tu esposa, y tus hijos? No hay mujer que merezca que los borres de tu vida de un plumazo".


Ella , con esos labios desolados que se irán, besa el nombre de mi amigo, aquél con quien tomaba café y cruzaba confidencias.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Dime qué opinas